Verdad sobre el terror o la memoria de la dictadura: 3 libros esenciales sobre desapariciones y verdad histórica
Los tres libros —Nunca más (CONADEP), ESMA, Poder y desaparición y La casa de los conejos— abordan desde distintas perspectivas el terror de la última dictadura argentina.
El primero recoge testimonios fríos y devastadores; el segundo desentraña el aparato sistemático del horror; el tercero lo humaniza a través de los ojos de una niña. Juntos, forman un mosaico irrebatible: la memoria como antídoto contra el olvido. Esta selección no solo documenta crímenes, sino que interpela al lector: ¿cómo se reconstruye un país cuando las heridas siguen abiertas? La respuesta está en seguir leyendo.
Nunca más: Informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP)
«En el sótano de la comisaría de Morón, los detenidos escuchaban los gritos de otros antes de ser llevados a ‘interrogatorios’. Uno de los sobrevivientes relató: ‘Nos vendaban los ojos, pero no podíamos taparnos los oídos. Sabíamos que después del silencio venía el ruido de los pasos, y luego… el llanto de alguien que ya no volvías a ver’. Las listas oficiales omitían nombres, pero las paredes de esas celdas guardaban las iniciales talladas por quienes pasaron por allí. La CONADEP registró 340 centros clandestinos. En muchos, ni siquiera quedaron las paredes.»

ESMA, Poder y desaparición
«La ESMA no fue solo un campo de detención: fue un símbolo del entramado entre el terrorismo de Estado y ciertos sectores civiles que lo avalaron. Los vuelos de la muerte, eufemismo macabro, requerían logística, combustible y silencio. ¿Quién firmó esas órdenes? ¿Quién miró hacia otro lado mientras el Río de la Plata se tragaba cuerpos? Este libro rastrea los documentos que prueban cómo la desaparición fue un método sistemático, no un ‘exceso’. En un memorándum interno de 1977, se lee: ‘Reubicación de personal no gratuito’. Detrás de esa frase, 5.000 detenidos-desaparecidos.
La casa de los conejos (Laura Alcoba)
«En La Plata, la casa tenía un jardín con conejos blancos. Mamá decía que eran nuestra distracción, pero yo sabía que eran la señal. Si los veíamos correr asustados, era hora de escondernos otra vez. Una noche, escuché a los hombres hablar de ‘compañeros caídos’ y mamá apretó mi mano hasta doler. Yo contaba los días tachando un almanaque, aunque ya no iba a la escuela. Aprendí a leer con panfletos que quemábamos después. A veces, los conejos desaparecían. Y yo entendí, sin que me lo explicaran, que desaparecer era una palabra que olía a ceniza.»